miércoles, 6 de abril de 2011

III.- SUICIDIO, MEDICAMENTOS Y ORDEN PÚBLICO ( intervención de Antonio Ceverino)


Presentación del libro: “Suicidio, medicamentos y orden público”

CLARA BARDON CUEVAS MONTSERRAT PUIG SABANES, (ed.). Suicidio, medicamentos y orden público. Editorial Gredos.


El libro como saben es el décimo título de la colección de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de la editorial Gredos[1], y que acoge textos y trabajos de procedencia diversa -es un libro colectivo-, algunos corresponden a artículos publicados en Mental y luego posteriormente traducidos, otros han sido escritos ex profeso… y que abordan asuntos en los que el psicoanálisis se encuentra de algún modo concernido, temas que se encuentran en la juntura, en el límite entre el psicoanálisis y otras disciplinas, y –al menos en el proyecto de los editores- son textos dirigidos sobre todo a otros profesionales de otras disciplinas, en este caso, a los profesionales de la salud mental, a los psiquiatras particularmente, y no tanto a los psicoanalistas como lectores principales.

El libro realiza un recorrido por los distintos retos y demandas sociales a las que se enfrenta la psiquiatría y la salud mental en nuestros días, desliza su mirada por los callejones sin salida en que se encuentra hoy… y lo hace sobre un telón de fondo que puede dibujarse rápidamente y con trazos gruesos de la siguiente forma:
Con la caída de los grandes relatos, los grandes ideales del compromiso político y la emancipación[2], se produce en el sujeto contemporáneo la ilusión de la conquista de una nueva libertad, una progresiva liberación de las tradicionales ataduras políticas, éticas y culturales que constreñían a los sujetos. El espacio público queda vacío y es ocupado por una sobrevaloración de lo privado, de la vida privada. La satisfacción, el bienestar, la autorealización se convierten en los nuevos retos y las tareas de las que debe ocuparse el sujeto[3]. Esta profunda mutación es correlativa a la construcción de los estados modernos, que bajo una apariencia falsamente liberal y paternalista, cargada de buenas intenciones, se erigen en garantía de nuestra felicidad y nuestra salud mediante métodos de prevención masivos y autoritarios.
El estado moderno difunde un ideal de hedonismo: cada ciudadano tiene el deber de ser feliz, los antiguos imperativos del compromiso político y la lucha por la transformación social han sido sustituidos por este nuevo imperativo feroz que obliga a ser feliz, y ante el cual el sujeto se encuentra siempre en falta y culpable. Dice Pascal Bruckner, autor de La euforia perpetua: “Por primera vez en la historia vivimos, probablemente, en una sociedad donde las personas son infelices de no ser felices”. En este trayecto, la lógica del fantasma, que fabrica un Otro al que responsabilizar de la falta en ser, se traslada al espacio de lo público y estos sujetos –ubicados en la posición del sujeto de derecho- en muchos casos demandan atención en los servicios de salud mental, y colocan a los profesionales en el lugar de los dispensadores del bienestar.
Si el malestar queda reducido a un problema sanitario, las instituciones psiquiátricas se erigen como las instituciones del orden público y el control social, las que deciden si un sujeto puede andar solo por la calle o tiene que ser internado, si es capaz para actos civiles o debe ser tutelado, etc[4]. El sufrimiento psíquico se confunde con enfermedad mental, la Organización Mundial de la Salud define la salud como un estado completo de bienestar físico/mental/social, y se promueve un ideal de salud mental (pag. 76) donde lo real ya no sería insoportable: el sujeto adaptado. En distintos capítulos el libro describe todo un recorrido de la nosología psiquiátrica (los manuales diagnósticos y estadísticos que promueve la APA, los famosos DSM) que define (sobre todo desde su tercera edición en 1980) distintos síndromes psicopatológicos a los que quiere hacer pasar por auténticas entidades naturales, de las que en un futuro –promete- conoceremos la base biológica subyacente (pag. 83). Este proyecto, que se define como ateórico, desentendido de la causa y la singularidad de cada caso, se dice respaldado por la autoridad de la ciencia y abre la puerta al poder de las estadísticas que definen el ideal, la norma. En este modelo reduccionista comparece el objeto farmacológico: el medicamento es el remedio, y a la vez es la prueba fiable: la enfermedad es lo que el fármaco cura (pag. 85). Esta euforia ingenua de una prescripción que se cree curativa promueve un proceso de medicalización generalizado del malestar a la que se entregan los pacientes sin dudar, y con la que consienten con frecuencia unos profesionales hostigados por la falta de tiempo, la masificación de la demanda, el control gerencial de indicadores de calidad y evaluación, etc. Pero -se preguntan también estos clínicos, se preguntan también los autores del libro- ¿qué hacer entonces con esta queja que llega hasta nuestras consultas, con esta demanda de atención, con este malestar que creemos que no compete a la psiquiatría ni a la salud mental? ¿Nos debemos negar a acogerlo, debemos eludirlo, o reenviarlo al médico generalista?. ¿O se debería tomar en serio e inventar otra respuesta distinta a la consulta psiquiátrica? (pag. 22) ¿Qué respuesta?, ¿una respuesta en el ámbito de lo público? La solución no es fácil, sobre todo en tiempos de recortes como los que sufrimos, donde la salud no permanece al margen del nuevo orden regido por la economía y la ley del mercado, y donde, al final de un largo trayecto de reconfiguración del campo psi, el malestar subjetivo es ya cifrado por nuestros gerentes en términos de costes económicos (pag. 74).

Este es el telón de fondo que dibujan los distintos trabajos que integran el libro, y sobre él se recortan tres cuestiones de máxima actualidad: los pasajes al acto suicidas, la medicalización del sufrimiento humano y la función de la salud mental en relación al orden público.

1. El suicidio

La sección dedicada al suicidio da comienzo con un breve recorrido histórico del suicidio, donde se revisan las distintas formas de represión religiosa, política y cultural (pag. 169), desde la antigüedad greco-romana donde el suicidio era tolerado (salvo en esclavos y soldados, a los que no se consideraba dueños de su cuerpo), la Edad Media y las prácticas de punición del cadáver, de ejecución del cadáver, la condena del suicidio en el siglo XIX donde el sujeto debe someterse al bien de la colectividad o la nación, el incremento de los suicidios en la modernidad por la anomia y el aflojamiento de los lazos sociales que promueve un capitalismo incipiente (pag. 156), y, por último, la época actual, donde el suicidio es incomprensible, se atribuye al desorden mental y se empuja al suicida al ámbito de la locura (pag. 167). Es acertado señalar que es el suicidio juvenil el que constituye un escándalo en sociedades del bienestar como las nuestras y dispara las alarmas, la OMS lo declara problema de salud pública (en el 2004), y se ponen en marcha medidas para frenar la epidemia (pag. 174).
Reducidos al estatuto de epidemia, los pasajes al acto suicida se han convertido en los últimos años en objetivos de unas políticas de prevención que ponen a los sujetos bajo sospecha, y petrifican a los pacientes con intentos de suicidio previo en su síntoma: son “los suicidas” (página 177). La inutilidad de tales medidas se pone de manifiesto en lo que se conoce como la paradoja de la conducta suicida: a pesar de los avances en la investigación y el tratamiento –dicen- de los trastornos mentales subyacentes, las tasas de suicidio se mantienen intactas, o incluso se disparan (de 1 millón de fallecidos por suicidio en el año 2000, se calcula que pasaremos a 1 millón y medio en el 2020). Aquí se pone de manifiesto una vez más que cuando el profesional trabaja contra el síntoma le toca responsabilizarse del bien del paciente, y el retorno del síntoma está, siguiendo esta lógica, asegurado[5].
Los profesionales de los servicios de salud mental son los que se ven convocados a primera línea en esa peligrosa coyuntura del acto, del acto suicida…, y a la vez es la situación que más confronta con sus prejuicios, con su ética. Los psiquiatras y psicólogos son –somos- convocados a intervenir, desde nuestro saber, pero ¿cómo?, ¿con qué saber? “Suicidio es un acto que procede de la decesión tomada de no saber nada” –dijo Lacan en 1973 (pag. 192). Es precisamente el rechazo a saber/y a hablar, lo que precipita el acto, y tanto más exitoso si el suicidio es consumado, porque entonces la intención de no saber nada se ha logrado, y ya nadie sabrá nada. El profesional es convocado en esta coyuntura para “impedir”, impedir que se consume el acto, que llegue a su término, que sea exitoso… y a ese empeño se aplica con sus saberes científicos. En uno de los capítulos del libro se requiere a los psiquiatras una lección (pag. 189) de humildad, de reconocer que no se puede impedir, de constatar la impotencia en algunos casos, porque, si no es así, fácilmente nos deslizamos al autoritarismo más feroz.
El libro se detiene un rato más en el examen de la antinomia entre pensamiento y acción[6], ilustra con viñetas clínicas el carácter trasgresor, de franqueamiento de la ley, que está presente en todo acto, se demora en el diagnóstico diferencial entre el pasaje al acto y el acting, entre el duelo y la melancolía[7] (“la esencia del pensamiento es la duda, la esencia del acto es por el contrario la certeza –afirma Miller en la página 186)… pero podemos abreviar, y concluir con una afirmación que atraviesa –como un rayo- todo el texto: existe una clínica psicoanalítica del suicidio, y tiene las siguientes características:
·      No pretende resolver todos los casos, es humilde
·      Respeta la dignidad del sujeto (pag. 203)
·      Es una clínica del caso por caso
·      Se apoya en un diagnóstico estructural, tiene en cuenta la posición del sujeto (pag. 201)
·      Considera al sujeto responsable, se opone a la idea que considera al suicidio como resultado de un encadenamiento fatal (pag. 204)
·      Lleva al sujeto a subjetivar el acto (pag. 205), apunta a reintroducir al sujeto allí donde se pretende rebajarlo al estado inerte de un mero dato estadístico.
·      Lo invita a superar la pasión por la ignorancia (pag. 206)
·      No apuesta optimistamente por la rectificación de la realidad del sujeto (pag. 208) (como no sea evitarle –como en la psicosis- encontrarse nuevamente en la coyuntura significante que ha precipitado el pasaje al acto)
·      Es un clínica que se pone en juego con un sujeto que se preste al tratamiento (pag. 210)
·      Es un clínica posible en la institución [que asume la tarea de colaborar a reconstruir el lazo social (pag. 227)]

2. Fármaco

En los capítulos que dedica el libro a la psiquiatrización del sufrimiento y al fármaco, los autores se apresuran a desmentir el malentendido que opone el psicoanálisis a la medicación: no se trata de cuestionar los fármacos, sino de oponerse al estándar, a la medicalización indiscriminada, y al hecho de que las investigaciones farmacológicas sean el único paradigma de las validaciones clínicas y terapéuticas. Por eso me encanta cuando en la página 103 Monserrat Puig dice “desembaracémonos un poco nosotros también del espejismo del ideal científico”, y demuestra algo bien conocido en el ámbito de las neurociencias: la prueba científica está en crisis, el modelo de investigación farmacológica –el ensayo clínico- es ampliamente cuestionado porque cada vez genera menos avances terapéuticos.
Brevemente, y para ir terminando: Dice Lacan: Hoy en día “El mundo científico vuelca en las manos del médico un número infinito de lo que puede producir como agentes terapéuticos nuevos, y le pide, cual si fuera un distribuidor, que los ponga a prueba. ¿Dónde está el límite en que el médico debe actuar y a qué debe responder. A algo que se llama la demanda”.
Si el psiquiatra no se rige por la demanda del enfermo en cuanto vehicula un pedido y una interrogación, articulando algo de lo inarticulable del deseo, lo hará forzosamente en función de otras demandas: sea la de los laboratorios, las exigencias de conformidad social expresadas por la familia o las instituciones, los ideales de adaptación, etc[8]
Allí donde la institución imponga un imperativo de responder, de atender, debe abrirse un intersticio entre el pedido del fármaco y la respuesta. Dar la palabra es la maniobra, porque en el hecho de hablar y tan solo por hacerlo se desencuentra con el objeto. Es en este intersticio donde no se encuentra lo que se busca, sino otra cosa, y puede abrirse al registro del deseo.
Pero, por otro lado, un analista, para poder trabajar, necesita un paciente, es decir, alguien que como precondición, pueda decir algo acerca de lo que le pasa. Hay personas que llegan a la consulta en condiciones que no les permiten hacerlo, y aquí la medicación puede ser imprescindible. A veces el psicofármaco es aquello que debe ser introducido de forma inevitable a fin de continuar con el sostén de una determinada transferencia[9].
Otro asunto diferente sería responder a la pregunta ¿qué angustia permite tratar el fármaco? Lacan[10] en “Psicoanálisis y Medicina” afirmaba que “El médico al recetar se está recetando a sí mismo”. Esta pregunta es muy pertinente cuando hablamos del tratamiento de niños. Si el síntoma del niño puede ser eventualmente aquello que representa la verdad de la pareja familiar, ¿qué se medica cuando se medica a un niño?, ¿la angustia de quién se acalla?
Pero sostener que hay componentes de otro orden en la medicación no significa cerrar los ojos a su eficacia. Surge entonces legítimamente la pregunta de por qué no podemos servirnos de un recurso tan eficaz. En verdad, lo que verdaderamente obliga a una reflexión en esta intersección entre farmacología y psicoanálisis no se sitúa ya en el terreno del error, la omisión, el descuido o los efectos secundarios, sino más precisamente del lado de sus aciertos, de la eficacia de los fármacos. Es decir, el verdadero problema no es que se prescriban antidepresivos de forma indiscriminada a muchos pacientes, el verdadero problema es que –en cierta forma- son efectivos, tienen efectos, producen una respuesta. Este es –paradójicamente- el efecto inquietante de la cuestión, que es lo que Foucault[11] denunció como iatrogenia positiva: es decir a partir del siglo XX la Medicina deja de ser peligrosa en la medida de sus errores y sus limitaciones, y pasa a serlo en la medida en que se constituye como ciencia.
También lo decía Heidegger[12]: el peligro que nos acecha en las tecnociencias no reside en las previsibles consecuencias destructivas que su desarrollo podría acarrear, sino en la relación instrumental que el hombre establece con los objetos de la naturaleza, olvidando en esta operación aquello que hace a su esencia misma. Para Heidegger el objeto técnico tiene a ofrecerse como sucedáneo del lazo social cuya disolución él mismo promueve. Pero al mismo tiempo señala que sería necio pretender arremeter ciegamente contra ese mundo técnico del que dependemos. “Serenidad[13] para con las cosas” es el modo como Heidegger designa la actitud que considera acorde a nuestra humanidad. “Podemos decir –escribe- al inevitable uso de los objetos técnicos, y podemos a la vez decirles no, en la medida en que rehusamos que nos requieran de un modo tan exclusivo que dobleguen, confundan y finalmente devasten nuestra esencia”.

Conclusión

¿Por qué este libro? Si con la globalización los poderes políticos han abdicado de su función política a favor de los financieros, ¿a alguien puede sorprenderle que haya ocurrido lo mismo con la clínica? Es el total cumplimiento de los dictados del discurso capitalista a lo que estamos asistiendo, y con lo que –con nuestro silencio a veces- estamos consintiendo. Dice Stèphane Hessel en ¡Indignaos!: "El poder del dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos".
Para concluir la presentación de este quiero decir unas palabras acerca de la función de la salud mental en relación al orden público. Tras el declive de las autoridades simbólicas de la modernidad al que hemos asistido en las últimas décadas, sólo la ciencia –y en particular aquella que se ocupa de la salud y la vida- ha venido a ocupar ese sillón vacío, ese lugar de certeza incuestionable.  
Voy a decirlo, para terminar, con las palabras «realvisceralistas» que pronunció Roberto Bolaño en Sevilla unos días antes de su muerte:
«El tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creímos nuestros padres putativos es lamentable. En realidad somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo. Alguno de ustedes dirá que es mejor estar a merced de un pedófilo que a merced de un asesino. Sí, es mejor. Pero nuestros pedófilos son también asesinos»[14].



[1] http://www.blogelp.com/index.php/2011/02/18/suicidio_medicamentos_y_orden_publico_ed
[2] Nos creímos que la destitución de los ideales o la declinación del nombre del padre iban a ir acompañadas de una declinación del súper yo; pero no, todo lo contrario, la destitución de los ideales y la declinación del nombre del padre muestran con mucha más potencia mortífera a las exigencias del superyó.
[3] Este tipo de relación con la satisfacción, hace que los vínculos humanos se vuelvan casi insoportables, el otro pasa a ser un posible escollo en mi satisfacción, si estoy con él es en tanto que se acopla o adapta a ella. Un partenaire lo será mientras sea gratificante, cuando no, se reemplaza.
[4] Enfermedad se convierte en trastorno. Y la psiquiatría pasa de lo sanitario al control. La psiquiatría vuelve al seno de la medicina, los ingresos involuntarios
[5] Vicens A. Las exigencias del síntoma. Conferencia pronunciada en Club Antares. Sevilla, 21 de diciembre de 2001.
[6] Antinomia pensamiento-acción (en N. Obsesiva bascula entre procastinación y prisa por actuar). La ética concierne a los actos (180-1). Hoy existe un ideal de actos racionales, como consecuencia de un pensamiento que se suspende transitoriamente, temporalmente, para dar paso a estos actos calculados, es un pensamiento que quiere el bien, que produce actos buenos, adecuados. Pero la clínica del acto cuestiona este postulado, el acto, el acto suicida contradice/se opone este ideal 182. Existe algo en el sujeto que no quiere su bien, todo acto es un suicidio del sujeto, es una transgresión, es delictivo, franquea la ley (183-4) (franqueamiento del umbral significante, conexión acto-lenguaje, es preciso que exista esa ley, y que el sujeto sea transformado por ese franqueamiento para que exista acto como tal 188). El acto en L (184) está relacionado con pulsión de muerte, con goce, con ese goce que está en el síntoma y que hace que el sujeto lo ame, el síntoma que le hace daño. Acto apunta al goce, se sustrae a los equívocos, es definitivo, hay un “no” al otro (distinto al acting out, que necesita de la mirada del otro 185). Pensamiento=duda/acto=certeza 186
[7] Diferencia melancolía-duelo: El duelo era normal en tiempos de F, era un trabajo de “deconstrucción” del objeto perdido, una “2ª pérdida” del objeto, que necesitaba un tiempo. Hoy todos los duelos son patológicos: la exigencia de la vida hoy suprime ese tiempo, melancolizaciones, conductas autolesivas por pérdidas a las que no se les dio la oportunidad/tiempo del duelo 195. Melancolía: la libido no se desplaza sobre otro objeto, sino que se retira sobre el yo (narcisismo), identificandose el yo con el objeto perdido: los autorreproches constituyen en realidad reproches a otro, están dirigidos al objeto (“el suicidio es un homicidio tímido”, que decía Pavese) pero en la melancolía retornan sobre el yo 196. En matema a/i(a): en melancólico triunfa el objeto, el melancólico pasa a través de su propia imagen para alcanzar “a”, cuya caída lo arrastrará al suicidio. El amor narcisísticamente estructurado está sostenido en i(a), el yo ideal, que enmascara a “a”, al igual que en el Fantasma 197. En la dialéctica del deseo al deseo del otro (que evidencia la falta en el otro) se responde con la propia falta (amor es dar al otro lo que no se tiene): la pregunta es ¿puede perderme el otro?, esa es la pregunta que late bajo el acting-out, qué hará el otro si me pierde, qué hará si intento suicidarme? 198

[8] Tres antipsicóticos atípicos, la olanzapina (Zyprexa®, Eli Lilly), risperidona (Risperdal®,  Janssen),  y quetiapina  (Seroquel®, AstraZeneca) están entre los 10 medicamentos más vendidos del mundo, con un volumen de 14.5 billones de dólares en el año 2007 (REUTERS, 14 de enero de 2009 (Newer schizophrenia drugs cause heart risks: study)).
[9] Daniel Paola. Psicoanálisis y el Hospital Nº 9.
[10] Uzorskis B. La palabra y el fármaco en los tiempos del goce. Psicoanálisis y el Hospital Nº 16.
[11] Foucault M. La vida de los hombres infames. Altamira. La Plata, 2003. “Los efectos médicamente nocivos debidos no a errores de diagnóstico ni a la ingestión accidental de una sustanc ia, sino a la propia acción de la intervención médica en lo que tiene de fundamento racional. En la actualidad los instrumentos de que disponen los médicos y la medicina en general, precisamente por su eficacia, provocan ciertos efectos, algunos puramente nocivos y otros fuera de control que obligan a la especie humana a entrar en una historia arriesgada, en un campo de probabilidades y riesgos cuya magnitud no puede medirse con precisión”.
[12] Pujó M. Psicofarmacología, ciencia y subjetividad. Psicoanálisis y el Hospital Nº 9.
[13] Heidegger M. Serenidad. Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994. “Hagamos la prueba. Para todos nosotros, las instalaciones, aparatos y máquinas del mundo técnico son hoy indispensables, para unos en mayor y para otros en menor medida. Sería necio arremeter ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a su constante perfeccionamiento. Sin darnos cuenta, sin embargo, nos encontramos tan atados a los objetos técnicos, que caemos en relación de servidumbre con ellos”.
“Pero también podemos hacer otra cosa. Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos (loslassen) de ellos. Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros mismos no nos concierne. Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no» en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia”.
“Pero si decimos simultáneamente «sí» y «no» a los objetos técnicos, ¿no se convertirá nuestra relación con el mundo técnico en equívoca e insegura? Todo lo contrario. Nuestra relación con el mundo técnico se hace maravillosamente simple y apacible. Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo superior. Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente «sí» y «no» al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) para con las cosas”.
[14] En efecto, cuando Bolaño vino a Sevilla en aquel mes de junio de 2003, apenas le quedaban unos días de vida y por eso a su  conferencia de clausura le puso un título premonitorio: «Sevilla me mata». «Sevilla me mata»republicó primero en las actas del congreso —Palabra de América (2004)— y después en dos de los libros póstumos del propio Bolaño: Entre paréntesis (2004) y El secreto del mal (2007)

No hay comentarios:

Publicar un comentario